Columna de opinión publicada en el periódico El Heraldo escrita por Cesar Lorduy. Fecha: 14 de marzo de 2015.
En pleno tropel causado por los hechos que han atentado contra la dignidad de la Corte Constitucional, la semana pasada esa corporación declaró inexequible una regla legal que le permitía a la Contraloría General de la República ejercer un control fiscal previo, al que le llamaron en su oportunidad función de advertencia.
El control fiscal en Colombia –que según la misma Corte debe ser integral–, antes de ser elevado a rango constitucional, tuvo como antecedentes principales el famoso Areópago de Simón Bolívar, la Ley principal contra los empleados de la Hacienda, el Tribunal Mayor de Cuentas, la Contaduría General de Hacienda, la Dirección General de Hacienda, la Corte de Cuentas y la Oficina General de Cuentas, para que luego fuera adoptado el modelo de las autoridades de auditoría reflejado en el Departamento Administrativo de Contraloría, que convirtió a la mayoría de ellos, gracias al control previo, en un instrumento de coadministración que desde siempre mereció rechazos fundados por las prácticas de corrupción que lo caracterizaron.
Por lo anterior, la Constitución del 91 reconoció en el control fiscal una función pública a cargo de la Contraloría General de la República que solo se debía ejercer de manera “posterior y selectiva”, a fin de que quedaran claramente separadas las labores administrativas de las de vigilancia, pero el control previo seguía siendo extrañado, y por eso, 9 años después, esa entidad se inventó la función de “Advertir sobre operaciones o procesos en ejecución para prever graves riesgos que comprometan el patrimonio público”.
Terminó siendo entonces la función de advertencia, a cargo de la Contraloría, una tentación por la posibilidad de intervenir en todas las decisiones importantes de la administración, lo que le facilitó a esa entidad, en todos los órdenes, imponer criterios sobre el desarrollo de las actividades, al ejercitar sobre ellas un control que indujo en más de una oportunidad a la parálisis en la misma, por el temor de los funcionaros públicos –e incluso privados que cumplen funciones públicas–, de enfrentarse tarde o temprano al resto de los organismos de control, ya que nadie se abstenía de obedecer a un control de advertencia que, incluso, fue hasta objeto de una directiva presidencial por medio de la cual casi que se obligaba a su cumplimiento.
No toda forma de control previo ha sido eliminada, ya que el mismo se puede ejercer mediante el control interno en la administración pública, y a través de las superintendencias, sobre actividades sometidas a inspección, vigilancia y control, y mucho más por el que pueden ejercer los ciudadanos, amparados hoy en la ley que fortalece los mecanismos contra los actos de corrupción en la gestión pública. Pero de ahí a revivir el control previo –que hoy se prohíbe de nuevo– cambiándole simplemente el nombre por el de función de advertencia, resulta a todas luces inconvenientes, pues en muchas oportunidades –sino en la mayoría de las veces–, estaba soportado en la improvisación y en el desconocimiento, además de que contribuía a revivir las prácticas de corrupción que precisamente motivaron su eliminación, pero además le otorgaba a las contralorías, a través de las advertencias, una coadministración y una incidencia en decisiones administrativas, aún no concluidas.
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