Por: Cesar Lorduy

Con gran interés he seguido el rifirrafe entre la Federación Nacional de Departamentos, la ONG Red papaz, y la industria de la Bebidas junto a los tenderos, por el llamado impuesto a las Bebidas Azucaradas.

Unos claman por los posibles beneficios que un impuesto traería en la lucha contra la obesidad, y otros presentan cifras que demuestran la falsedad del argumento; unos quieren que se reduzca el consumo de bebidas, y los otros piden que no sea así, pues implicaría que mas de 11.000 tiendas en crisis desaparezcan; unos piden que se vendan únicamente alimentos sanos y otros que se reconozca que el pueblo toma las bebidas que le han sido cercanas desde siempre, en fin.

La razón, de seguro, como en todo, debe estar por ahí, por la mitad.

Me he tomado el trabajo de realizar por mi cuenta, un análisis sobre la materia, para tratar de llegar a un convencimiento que me oriente al momento de votar el tema.

Revisé numerosos estudios a favor y en contra, unos nacionales otros internacionales, unos escritos por académicos, otros por representantes gremiales, profesionales de la salud, periodistas, etc.

Independientemente, de mi parecer sobre unos y otros, tuve en todo momento dos sensaciones principales, la primera, la de estar ante uno de esos temas, en los cuales los ciudadanos terminamos entregándole una parte de nuestra libertad a ese coloso llamado Estado, como si estuviéramos ante un padre todopoderoso que tiene la potestad de decirle a sus vástagos qué comer y que no.

Y eso no me gusto, no va con mi manera de ver y apreciar la vida y el deber ser de las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos.

Soy un convencido que una de las grandes responsabilidades de los Estados, es la educación, que se traduce en el tema que nos ocupa, en generar los incentivos y el marco normativo para que la gente realice un proceso de consumo informado. Inmediatamente recordé que este Congreso avanzó en ese sentido y se la jugó por la ley de etiquetado de alimentos procesados, y estableció uno más claro y fácil de entender, con el cual, cualquier consumidor puede saber qué ingredientes y en qué cantidades va a ingerir en todo alimento o bebida, y así, al decidir, lo habrá hecho de manera informada.

Por otra parte, me quedó la sensación de estar frente a otro debate sumergido en las reglas de la polarización pura y dura, pues acude a la ruin estrategia de ubicar a unos de buenos y a otros de malos, sin que se permita la serena ponderación de los argumentos y contraargumentos, llegando al extremo, incluso, de acudir a la agresión del inalienable derecho de los congresistas de expresar libremente sus opiniones y convicciones sobre el tema, señalándolos y poniéndolos en la picota publica, solo por no allanarse a la versión de uno de los actores de la trama.

Concluyo entonces, que lo que me motiva y me convence, es que el Congreso debe procurar establecer un marco normativo que optimice la mejor información del consumidor, para que este, en ejercicio de su soberanía individual, decida que come o que toma, a quien premia o castiga, pero de ninguna manera estaré de acuerdo en avanzar en establecer impuestos específicos con resultados en fase de experimentación, que traigan como efecto tácito pero real, de que el Estado se nos metió hasta en el plato de comida.

Sí al debate, promoviendo el consumo informado, pero sobre la base innegociable que se respete la libertad de elección de los ciudadanos, y el sagrado derecho a controvertir, a tener posiciones sobre el tema sin ser lapidado, por ahí está la decisión correcta.

Vea aquí la columna de opinión por César Lorduy publicada en Diario La República.

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