Columna de opinión en el periódico El Heraldo y escrita por Cesar Lorduy. Fecha de publicación:10 de septiembre de 2016.

Según el estudio del Departamento Nacional de Planeación ‘El Campo colombiano: Un camino hacia el bienestar y la Paz’, la población que vivía en zonas rurales en 2014 ascendía a 14.487.636 personas, lo que correspondía al 30,4% del total nacional, con una tendencia a seguir decreciendo.

Esa disminución tiene origen en varias causas, a pesar de los esfuerzos que ha hecho el país para cerrar las brechas entre el campo y la ciudad, tal como se evidencia en las políticas que hacen parte del actual Plan Nacional de Desarrollo, pero el ritmo no ha sido suficiente: en las zonas rurales estamos muy lejos de superar los umbrales de pobreza y tienen menos oportunidades para hacerlo; hay dificultades para tener acceso a la educación; tienen restricciones al crédito; existen bajos retornos de las actividades agropecuarias; también hay menos coberturas en salud y servicios públicos y existen menores oportunidades laborales y participación en el mercado laboral, pero hay una muy alta participación en actividades del hogar que no es remunerada.

De los 1.103 municipios que tiene el país, 990 de ellos se pueden considerar rurales, que sumados ocupan el 91,5% de la extensión territorial en Colombia. En 281 de esos poblados operaban las guerrillas; en 190 hay presencia de economías ilegales –cultivos de hoja de coca que por ser ilícitos y combatidos generan violencia, minería criminal o contrabando de gran escala–. De algo deben servir esas cifras y todo lo anterior para explicar por qué más del 95% de los grupos guerrilleros, desplazados y reinsertados son de origen campesino.

Esas brechas y desigualdades han originado conflictos sociales en el campo que jamás habían sido resueltos pacíficamente. La violencia siempre ha estado presente o incubándose, lo que ha contribuido a arruinar el campo, y con el tiempo se convirtió hasta en una fuente de empleo remunerado por la guerrilla o el paramilitarismo.

Por lo antes expuesto, no resulta extraño que, precisamente el primer punto del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera haya sido destinado al nuevo campo colombiano, que tiene como objetivo transformarlo de manera estructural a partir de tres pilares: la inclusión del campesinado, la integración de las regiones y la seguridad alimentaria. Ya lo decía Périn Saint-Ange, director del Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola de la ONU: “No puede haber desarrollo rural sin paz”.

Lo paradójico es que ese Acuerdo será votado el 2 de octubre por una población mayoritariamente urbana que ha tenido las mejores oportunidades de vida y, además, contrario a los habitantes del campo, en términos generales, no ha sido víctima de la guerra, la cual han visto con indiferencia por años y muchos la siguen viendo como algo ajeno y lejano.

Por eso el ‘Sí’ a favor del Acuerdo debe ser depositado con el espíritu de superar, de una vez por todas, la distancia entre una Colombia urbana y la otra rural que ocupa, como ya se dijo, la mayor parte del territorio nacional. Una Colombia que, sin duda, se merece una paz estable y duradera

Link a columna de opinión: https://www.elheraldo.co/columnas-de-opinion/si-la-paz-rural-y-urbana-284211

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